lunes, 23 de noviembre de 2015

Capaz de Hacer Cualquier Cosa

Yo también soy una de esas irritantes personas apegadas a su móvil. Me gusta fingir que es por culpa del trabajo, pero no es cierto. Me gusta permanecer en contacto con la gente. Mi teléfono se carga en la habitación donde duermo, me acompaña en mis horas de vigilia y va conmigo de vacaciones. Pero me gustaría creer que si tuviera el brazo alrededor de una mujer semidesnuda y con una fuerte calentura, que me está acariciando la polla y acaba de decirme que haría cualquier cosa que le pidiera si le permito correrse, y en ese momento me sonara el móvil, dejaría que saltara el buzón de voz. Pero no, Luis no. Cuando contestó y se puso a charlar sentí que la ira y la frustración se adueñaban de mí. No solo le había suplicado, sino que acababa de decirle que estaba dispuesta a hacer lo que me pidiera, lo que fuera.

Una vocecita en mi cabeza me aconsejaba que le apartara el brazo, me levantara, me vistiera y me largara, que aquello no era jugar, que aquello era una falta de respeto en toda regla, que Luis se había pasado de la raya, pero no fui capaz de moverme.
Entonces dijo:
— Sí, está aquí, a mi lado, temblando de deseo. Justo antes de tu llamada me estaba diciendo que haría cualquier cosa si la dejo correrse esta noche. Sí, cualquier cosa. Lo sé. Creo que tengo algunas ideas de lo que podría constituir cualquier cosa, si te interesa escucharlas.

Me volví para intentar verle la cara en la penumbra. Tal como sospechaba, no me estaba hablando a mí. Cuando comprendí lo que podría ocurrir a continuación empecé a temblar. Jugar con terceras personas era algo que habíamos dicho que solo haríamos después de hablarlo largo y tendido, pero esto, esto estaba dentro de los límites. No obstante, la idea de que otra persona escuchara lo desesperada que estaba en esos momentos me llenaba de vergüenza y espanto. Pues Luis estaba explicándole con todo lujo de detalles lo sucedido los últimos días. Escucharlo me hizo sentir furiosa y avergonzada y por último —lo peor de todo y aun así inevitable—, excitada.
—… Sí, estaba tan caliente que tenía las bragas empapadas. No, no la toqué, simplemente la obligué a quitarse las bragas para poder amordazarla con ellas…
—… Fue conmovedor, estábamos en la cola de la caja y le rocé el pecho con el dedo. Un segundo después podías ver los pezones marcándose en la camiseta y unos ojos que ardían de deseo. Sí, está increíble. Me está fulminando con la mirada porque quiere asesinarme pero hay un trasfondo de lujuria del que no puede librarse, lo que significa que soportará el resto con la esperanza de que le deje correrse…
—… Sí, y está mordiéndose el labio, como si estuviera reprimiendo las ganas de hablar o de lloriquear o de delatarse. No es consciente de los pequeños suspiros que no puede contener, ni de los leves temblores de su cuerpo. Es alucinante. Incluso…

Estaba furiosa. Pero me quedé. Porque a pesar de la vergüenza y de no estar segura de lo que iba a suceder a continuación, a pesar de que mi mente se rebelaba contra la idea de haberle cedido tanto control y de que encima se enorgulleciera de él delante de otra persona, empecé a comprender que tenía razón. Sabía que me hallaba ante algo potencialmente divertido, un desafío, una experiencia alucinante. Luis estaba escuchando atentamente a Carlos, su interlocutor. Luego soltó una risita y me concentré de nuevo en la conversación.
—Esa es una idea diabólica.
Se me hizo un nudo en el estómago. Me arrimé un poco más a Luis para intentar oír lo que estaba diciendo Carlos, y al hacerlo me di cuenta de que también estaba frotándome desesperadamente contra él, mi mano quieta en su polla, aunque había empezado a sacudirla ligeramente.

Consciente de lo que estaba haciendo, Luis me agarró del pelo para apartarme y dejarme claro que no iba a colar. Siguió tirándome del pelo hasta tener mi cabeza a la altura de su entrepierna, y a continuación la empujó hacia abajo. Me soltó el pelo únicamente para cubrir con la mano el auricular del móvil y decir:
—Vamos, chúpame. Estoy hablando con Carlos sobre cómo voy a dejar que te corras, si es que dejo que te corras. Si me haces una buena mamada será un punto a tu favor.
Cuando procedí a deslizar obedientemente los labios y la lengua por su polla, soltó un gemido tenue.
Carlos dijo algo y Luis contestó:
—Sí, ahora mismo tiene la boca alrededor de mi polla. Es una sensación increíble. Es una buena perra, pone mucho esmero.
Me ruboricé en la oscuridad, pero muy a mi pesar seguí concentrándome en la tarea que tenía por delante, escuchando solo a medias la conversación. Hasta que le oí decir:
—Caray, Esmeralda está poniendo toda la carne en el asador. Prácticamente tengo los huevos dentro de su boca. —Murmuró de placer y me acarició la cabeza—. Ah, es realmente fantástico.
El corazón se me aceleró al sentir su mano en la curva del culo, aproximándose al lugar donde anhelaba que estuviera. Luego noté que se le hinchaba todavía más en mi boca.


Empecé a acariciarle los huevos al tiempo que me lo hundía aún más en la boca. Siempre he sido muy generosa con mis mamadas, pero aquello era inaudito incluso para mí. Tenía la polla tan adentro que apenas podía respirar. Las suaves caricias de Luis me calmaban y al mismo tiempo me distraían. Notaba que el flujo se congregaba en mi entrepierna y no quería ni pensar en el aspecto que debía de ofrecer.
Entretanto, Luis explicaba a Carlos exactamente lo que yo le estaba haciendo. En un momento dado interrumpió la conversación para darme una palmada en el culo e instarme a hundirme la polla aún más. Estaba tan concentrada en mi labor que no regresé a la conversación hasta que le oí decir:
—Esta noche está especialmente sumisa. En otras circunstancias habría esperado que protestara o que por lo menos obedeciera echando fuego por los ojos, pero es tal su necesidad de correrse que realmente parece dispuesta a hacer lo que sea.


Fue entonces cuando le dijo a Carlos que era diabólico. No tardé en descubrir por qué. Y tenía razón, lo era. Tras media hora de conversación telefónica tenía la mandíbula agarrotada. Podía oír a Luis reirse con Carlos, bromear, instarle a darle ideas para hacer conmigo, lo que, muy a mi pesar, me hacía chorrear todavía más, me hacía desear poder escuchar las cosas que le estaba diciendo a Luis. Y de qué manera.
Cuando Luis hubo terminado de contarle cuán sumisa estaba siendo, me pasó el teléfono y me obligó a decírselo a él en particular. Tenía que explicarle exactamente a Carlos por qué estaba tan mojada y lo guarra que era por gustarme que me trataran como a una cerda. Y lo hice. Las lágrimas me obstruían la garganta, pero ni por un momento se me pasó por la cabeza desobedecer. Luis me obligó a decirle que haría cualquier cosa por correrme aquella noche y luego, arrebatándome el teléfono, especificó un poco más.
—Dijo «cualquier cosa». Cualquier cosa. Creo que ahora mismo haría prácticamente lo que le pidiera. En serio. Escucha.
Me ordenó que bajara hasta sus pelotas y las venerara. Chuparle el culo seguía siendo lo que más odiaba, pero —el cielo me perdone— tenía tantas ganas de correrme que empecé a arrastrarme por la cama sin vacilar, hasta que me agarró del pelo.
—Pero antes, Esmeralda, suplícame que te deje lamerme el culo.
—¿Qué? —espeté, incapaz de contenerme.
—Suplícamelo. Vas a suplicarme que te deje lamerme, chuparme y adorarme los cojones, y si lo haces bien tendrás mi permiso. Y cuando te lleves mis dedos a la boca, como una buena chica, te meteré un dedo en la vagina. Me pregunto lo mojada que la encontraré.
Sollocé. Conocía la humillante respuesta y anhelaba y temía el momento en que lo comprobara por sí mismo.
Agradeciendo la oscuridad del cuarto, pues así no tenía que mirarle directamente a los ojos, le pregunté si podía venerarle los cojones.
Tirándome del pelo, me echó la cabeza hacia atrás y me ordenó que hablara más alto para que Carlos pudiera oírme.
Con una voz cargada de odio y lágrimas, probé de nuevo.
—Por favor, te ruego que me dejes lamerte los cojones.
—¿Solo lamerme los cojones?
Dios, cuánto le detestaba. Dios, cuánto me excitaba.
—No, besarlos, chuparlos. Quiero venerar tus cojones. —Confiaba en haber cubierto todas las posibilidades, pero cada una de mis palabras estaba impregnada de agresividad y frustración, por lo que me insté a moderar el tono—. Por favor.
Me dio unas palmaditas en la mejilla, un gesto de ternura que me ayudó a sobrellevar todo lo demás, hasta que dijo:
—Adelante.
Genial. Armándome de valor, hundí la cara en sus cojones mientras le ofrecía a Carlos una crónica de mi actuación. Describió la avidez de mis lametones y me introdujo un dedo en mi ano. Le contó que me estaba obligando a limpiarle los cojones frotándomelos contra la cara y exigiendo que le chupara hasta el culo.
Oí a Carlos aullar de asco y, a renglón seguido, reírse de mi situación. No podía distinguir las palabras pero su tono jocoso retumbaba en la habitación.
Lágrimas silenciosas brotaban de mis ojos mientras hacía lo que me había pedido, reacia a mostrarle a Luis lo mucho que estaba forzándome pero, a pesar de todo, desesperada por seguir adelante.
Cuando me introdujo un dedo por debajo de las bragas ahogué un gemido y mientras me concentraba en el contacto de su dedo con mi entrepierna le oí decir:
—Gotea de lo caliente que está. No haría falta mucho para hacerle tocar el cielo.
Carlos farfulló algo y Luis retiró la mano. Mientras yo sollozaba de frustración y él se secaba la mano en mi culo, dijo:
—Qué idea tan genial.
Y la sangre se me heló.
—Esmeralda. Ya puedes parar.
En otras circunstancias esas palabras me habrían llenado de alegría. En este caso me llenaron de pánico. ¿Conseguiría correrme? ¿Sería capaz de contener las lágrimas si Luis me dejaba insatisfecha? ¿En qué consistía esa idea tan genial? Si iban a dejar que me corriera, ¿qué pensaban hacer conmigo que pudiera ser aun peor? ¿Estaba dispuesta a dejarles hacer cualquier cosa? ¿Preferiría dar marcha atrás? ¿Podría dar marcha atrás? Mi mente se veía asaltada por pensamientos casi histéricos sobre todas las cosas horribles que podrían hacerme, que podrían obligarme a hacer. Sabía que en el caso de que me pidieran algo realmente espantoso, podría negarme, terminar el juego, pero no tenía intención de hacerlo. Era esclava de mis propias necesidades apremiantes. Las posibilidades me aterraban. Y al final, lo que concibieron fue algo que ni siquiera había pasado por mi —reconozcámoslo—retorcida imaginación.
La idea fue de Carlos. Mientras Luis me explicaba lo que debía hacer cerré los ojos y apreté los labios, meneando la cabeza en silenciosa rebelión, incapaz de considerar siquiera la posibilidad de desobedecer. Cuando el silencio se alargó, comprendí que no tenía elección, que si no acataba sus órdenes no podría tener mi tan ansiado orgasmo. Traté de pensar en una alternativa. Podría hacer cualquier otra cosa. Pero lenta, renuentemente, acabé por aceptar mi sino.
Y busqué la posición. Me senté en una de sus piernas, a horcajadas, escudriñando a través de la profunda penumbra la silueta de Luis ligeramente recostada sobre las almohadas con el teléfono pegado a la oreja, pensando que si yo apenas podía verle eso significaba que él tampoco podía verme a mí. Me gustaría decir que eso supuso un consuelo, pero no sería cierto. Me quedé quieta unos segundos, resistiéndome pese a saber que ya me había resignado al hecho de que iba a seguir adelante. De que me disponía a restregarme como un animal contra su pierna para conseguir mi orgasmo.
La vejación, el incómodo ángulo en que tendría que postrarme para el acto en cuestión, no era nada de lo que había imaginado, iba a tener que lograrlo yo sola. Y no de una manera agradable, acurrucada con la mano en mi entrepierna o con mi juguete favorito, sino restregándome contra su pierna como una perra en celo. Tenía la sensación de estar anclada a la cama. No podía hacerlo. Sencillamente, no podía.
—¿Te da vergüenza? ¿No quieres hacerlo? —Su voz poseía un deje burlón que el hecho de estar actuando para un público telefónico sin duda acrecentaba. Me dieron ganas de matarlo.
Me aclaré la garganta y procedí a tartamudear una respuesta, pero me interrumpió.
—Me trae sin cuidado. Te he ordenado que te restriegues contra mi pierna. Los dos sabemos que acabarás obedeciendo, porque si no lo haces no tendrás otra oportunidad de correrte. Así pues, yo en tu lugar me dejaría de tonterías y empezaría ahora mismo. Y eso hice. Bien, la cosa va más allá. Mucho más allá. Y no soy dada a bromear. Sinceramente, incluso escribir sobre ello me hace enrojecer de vergüenza y humillación. Y no puede decirse que sea una mojigata con estos temas.
Lo odié. No en plan «finjo que lo odio pero secretamente me encanta», sino en plan «lo odio tanto que resulta irritante y sorprendente que pueda correrme de ese modo, teniendo en cuenta lo mucho que me molesta, lo mucho que me desconcentra. Estoy de acuerdo en que someterse únicamente a las cosas que nos divierten no puede considerarse sumisión, pero restregarme contra su pierna, intentar frotarme en el ángulo adecuado para atrapar el clítoris y correrme y poner fin a la humillación mientras Luis movía deliberadamente la rodilla para impedir que eso ocurriera y prolongar mi sufrimiento en tanto (cómo no) le contaba a Carlos lo empapada que le estaba dejando la pierna, cómo se me aceleraba la respiración a medida que me acercaba al orgasmo, lo desesperada que estaba… Me enfurecía. Tanto que no podía pensar con claridad, tanto que las imágenes me persiguieron durante días. No fue doloroso, ni siquiera tan humillante sobre el papel. Una tontería. Me restregué contra su pierna. Pero para mí no fue ninguna tontería, y todavía hoy no logro entender por qué, y aún menos explicarlo. Así que me restregué contra su pierna como una perra caliente mientras él relataba a su amigo Carlos cómo empleaba la fricción para proporcionar a mi clítoris la sensación que necesitaba para correrme. Y mientras me restregaba pensaba en lo bajo que había caído, en lo mucho que me había degradado y humillado en busca de mi placer. Roja de vergüenza, daba gracias a la oscuridad por ocultar mi rubor. Desde un punto de vista práctico, era una postura incómoda para conseguir la estimulación debida. Luis yacía con las piernas totalmente estiradas, y solo abriendo mucho las mías y doblándome hacia delante podía pegarme lo bastante a su rodilla para obtener la presión que necesitaba para acercarme al orgasmo. Lo intenté, Dios, cómo lo intenté. Estaba deseando correrme y terminar con aquello.
Después de cinco días sin orgasmos, de todo ese tiempo pensando en el sexo y de lo caliente que estaba, hubiera debido correrme enseguida. Pero la mente es una cosa extraña, retorcida y a veces cruel. Me cohibía saber que Carlos me estaba oyendo realizar aquel acto degradante, que oía mis gemidos y jadeos de placer conforme —pese a mi vergüenza y espanto— mi excitación y mi flujo aumentaban, oyendo cómo obtenía vergonzosamente placer de la rodilla de Luis. Y también me cohibía escuchar a Luis explicarle que podía oír el sonido de mi sexo al deslizarse contra su rodilla de lo empapada que la tenía. Tratando de ignorarle, me froté con más ímpetu, pero no conseguía obtener la presión necesaria para alcanzar el éxtasis y acabar de una vez.
—No puedo… — carraspeé y probé de nuevo—. Este ángulo no me va bien. No podré correrme así.
—¿Y qué quieres que haga? —repuso Luis con desdén—. Tú sabrás lo que has de hacer, y para serte franco, estoy empezando a cansarme de que te frotes contra mí y me empapes toda la pierna. Yo en tu lugar me daría un poco de prisa.
La idea de haber pasado por todo aquello y no conseguir correrme me contrajo el estómago.
—La rodilla. Si pudieras levantar un poco la rodilla me sería más fácil. Por favor.
Me pareció ver sus dientes brillar en la oscuridad.
—¿Me estás suplicando que mueva la rodilla para que te sea más fácil restregarte?
Hubo un silencio. Tuve que humedecerme los labios con la lengua antes de poder hablar, e incluso entonces la voz me salió trémula. En otras circunstancias habría mentido, habría intentado evitarlo, pero la verdad es que estaba destrozada, desesperada, obsesionada. Cada fibra de mi ser ansiaba correrse.
—Sí. Sí, te lo estoy suplicando.
—Bien. Entonces suplica como es debido, más alto, para que Carlos pueda oír lo desesperada que estás, tan desesperada que estás frotándote contra mí como una perra en celo.
Tenía los puños agarrotados y las uñas clavadas en las palmas cuando mi voz inundó la habitación.
—Te lo suplico. Por favor, levanta un poco la rodilla para que pueda frotarme contra ella…
Me interrumpió.
—No. Restregarte.
Suspiré pero seguí adelante.
—Retresgarme hasta que me corra en tu rodilla. Por favor.
Cuando alzó la rodilla, golpeándome el pubis con una fuerza que me sacudió todo el cuerpo como una venturosa descarga eléctrica, su voz rezumaba petulancia.
—Ya está. No ha sido tan difícil, ¿no? Ahora córrete para mí.
La alteración del ángulo lo cambió todo. De repente el movimiento de mis caderas hizo que su rodilla ejerciera una fricción perfecta contra mi clítoris. Me esforcé por ignorar cómo Luis le explicaba a su amigo Carlos la rapidez con que había empezado a corcovear como una loca, por ignorar el chapoteo de mi excitación contra su rodilla, por ignorar todo salvo el placer que comenzaba a trepar por mi cuerpo, por superar todos los obstáculos entre mi ser y la liberación que llevaba toda la semana anhelando.
Para cuando me acerqué al orgasmo. Cuando empecé a temblar como un animal, me sacudí espasmódicamente contra la pierna de Luis mientras gritaba lo bastante fuerte para que su amigo pudiera oírme.
Tras cinco días de insatisfacción acumulada, mi liberación fue intensa y trepidante. En mi vida he vuelto a tener un orgasmo igual, y durante uno o dos segundos después el mundo desapareció al tiempo que, tendida ahora en la cama, mis piernas temblaban con violencia. Cuando volví en mí tenía a Luis pajeándose encima de mi cara. Hice ademán de acercar la boca pero me detuvo con un chasquido de la lengua. —Ni lo sueñes. Primero has de limpiar toda esta porquería.
Sabía a qué se refería, y hubiera debido enfurecerme, pero era tal mi estado mental que empecé a lamerle la rodilla sin rechistar, bueno, en realidad casi toda la pierna. Para mi vergüenza, había conseguido empaparle desde la mitad del muslo hasta media espinilla. Seguí lamiendo mientras Luis le relataba su amigo Carlos lo que estaba haciendo. Seguí lamiendo mientras Luis, gozando de esta última humillación, se masturbaba. Seguí lamiendo mientras me llenaba la mejilla y el pelo de leche. Finalmente se inclinó sobre mí y me acercó el teléfono al oído para que pudiera escuchar la corrida de su amigo Carlos.
Sí. La primera vez que oí a Carlos por teléfono estaba corriéndose. Hasta yo reconozco que mi mundo es a veces extraño.