sábado, 3 de octubre de 2015

Una Fantasia Convertida en Realidad

Comenzó un sábado por la noche con un castigo por una multitud de razones absurdas que, de haberme sentido peleona, habría puesto en tela de juicio. Pero cuando su voz y sus gestos pasaron de relajados a implacables y quedó claro hacia dónde nos dirigíamos exactamente, preferí no protestar. Acabé desnuda, con el trasero en pompa y doblada sobre el brazo del sofá.

Empezó con unos azotes suaves que me dejaron el culo caliente y estremecido. Pronto descubrí que le encantaba azotarme, y pronto le tomó afición a colocarme sobre sus rodillas para castigarme implacablemente mientras su erección crecía bajo mi cuerpo tembloroso. Las bragas a medio muslo se me antojaban más humillantes que si me las hubiera quitado del todo, y resultaron ser útiles como medio de contención cuando no podía dejar de forcejear.
En ocasiones anteriores, cuando ya tenía el culo ardiendo me arrojaba al suelo, me inmovilizaba con las caderas y me follaba, embistiéndome con fuerza para asegurarse de que el roce de la áspera moqueta no diera ni un respiro a mis torturadas nalgas. Pero esta vez fue distinto.

Me hizo una pregunta que no respondí, en su opinión, con el debido respeto, y a renglón seguido oí el murmullo del cinturón abandonando las trabillas de su pantalón.
Cuando has pasado tanto tiempo fantaseando sobre algo, la idea de estar realmente en el lado del receptor da pánico. No solo porque va a doler y porque ese hombre amable y encantador que un minuto antes me ayudó a acabar el crucigrama se ha convertido en una versión de sí mismo perteneciente a otro universo. No solo porque estoy luchando por controlar los nervios, por convencerme de que no me acobardaré, de que podré soportar lo que me eche, complacerle y desenvolverme con valor y estoicismo. Ni siquiera porque, tras casi diez años imaginando por las noches en mi cama que alguien me daba un paliza de las de antes con un cinturón, me preocupe que esta en realidad no me excite y que simplemente me duela tanto que tenga que pedirle que pare. Da pánico porque rogarle que pare sería no solo una representación decepcionante de una ansiada fantasía, sino una forma de rendición, un fracaso, una derrota en toda regla.

Levanté la cabeza, que la tenía colgando hacia el suelo, y el gesto me produjo un mareo que se sumó al vértigo de la expectación. Allí estaba frente a mí, todavía vestido, con el cinturón de cuero en las manos, estirándolo, enroscándolo, preparándolo para hacerme daño, y su mirada hizo que mi estómago experimentara la misma mezcla de miedo y excitación que provoca una montaña rusa.
Entonces se colocó detrás de mí y ya solo me quedó esperar y tratar de no temblar. La espera no fue larga.

El primer latigazo no me dolió demasiado; me sobrecogió el estrépito más que el golpe en sí. Sentí un gran alivio al comprobar que el dolor era soportable, hasta que me propinó dos azotes seguidos y aullé. Al parecer, el primer golpe no había llevado la fuerza o la dirección acertadas, porque ahora el dolor era muy superior.
Me dijo que cuanto más gritara más fuerte me pegaría, por lo que me mordí el labio para ahogar los gritos hasta que creí notar un gusto de sangre en la boca. El impacto de cada latigazo en el culo sonaba como un disparo y el sufrimiento consiguiente era un martirio.
De no haber tenido el brazo del sofá bajo el abdomen, las piernas se me habrían doblado hasta dejarme tendida en el suelo. De hecho, cuando la punta del cinturón se curvó para atrapar un punto en una de mis nalgas que ya había recibido varios azotes, el lacerante desgarro me hizo tambalearme y empecé a resbalar hacia el suelo, hasta que agarrándome por el pelo me volvió a instar —de manera firme y más bien dolorosa— a recuperar la posición.

Mis débiles resoplidos eran casi sollozos cuando me pidió que contara los latigazos. El dolor era mucho más intenso de lo que jamás imaginé, pero no se me ocurrió pedirle que parara. Estaba demasiado concentrada en soportar los azotes y ahogar los aullidos que trepaban por mi garganta, si bien mis esfuerzos por controlar la respiración a fin de sobrellevar mejor el dolor probablemente desvelaban el terrible daño que me estaba infligiendo aun cuando no lo hubieran hecho las rabiosas marcas rojas del culo, las lágrimas que me resbalaban por la cara y el temblor de las piernas.

Tras el décimo latigazo me puso su mano en el clítoris, restregó con vehemencia y me introdujo los dedos, riéndose quedamente de mi palpable y audible excitación.
—Eres una auténtica zorra masoca, ¿verdad, Esmeralda?

Cerré los ojos, si bien el chapoteo de sus dedos en mi entrepierna le daba la razón.
Mientras él me masturbaba y yo gemía de placer, me explicó la teoría de la zanahoria y el garrote, y que todavía no era candidata a una zanahoria orgásmica. Me devolvió a mi posición para seguir castigándome sin retirar los dedos de mi interior, y por un momento me enfureció que me tratara como una jodida marioneta. Casi podía ver su sonrisa mientras yo apenas me aguantaba de puntillas sobre el brazo del sofá y sus dedos me embestían sin miramientos. Conté otros diez correazos con el cinturón a través de mi garganta reseca, más un «azote de la suerte», el cual estoy segura de que asestó simplemente para divertirse al comprobar como mi patente alivio al final del castigo era reemplazado por un temblor nervioso mientras esperaba el golpe definitivo, y el más fuerte.

Sin apenas darme tiempo a reponerme sus dedos regresaron a mi clítoris. Estaba fuera de sí, frotándome con tal furia que pese a estar lubricada el placer era agridulce. Tuve un orgasmo violento, y finalmente mis piernas cedieron y me dejaron inerte sobre el extremo del sofá.
Una vez recuperada, me arrodillé a sus pies y se la mamé hasta que se corrió en mi boca, tras lo cual me rendí al sueño, agotada, tendida de costado porque mi trasero había recibido tal paliza que hasta el suave roce de un edredón hacía que me despertara de puro dolor. Los verdugones tardaron semanas en remitir y cada mañana, después de la ducha, observaba en el amplio espejo cómo cambiaban de color, palpándolos para comprobar hasta qué punto dolían y sonriendo para mí.

Sí, estaba empezando a entender el alcance de las tendencias masoquistas. Y parecía haber encontrado a alguien que no solo las reconocía como yo, sino que disfrutaba practicándolas, si bien aún era pronto para comprender que el dolor no era necesariamente el principal desafío a la hora de jugar con mi extraño dominante.