lunes, 28 de septiembre de 2015

Suplicando Ser Follada

Siempre me ha gustado hacer mamadas, porque podía mantener el control, y a mí me encantaba hacerles tambalear, ver sus reacciones, oír cómo se les aceleraba la respiración, notar cómo crecían sus penes en mi boca y disfrutar de su sabor cuando se corrían. No obstante, aquella tarde puede que cediera mi control, sometiéndome a su poder, porque cuando tenía su polla en mi boca gozaba de otra clase de poder, un poder que me alegraba el corazón y me humedecía el coño. Y en ese momento, atada a la cabecera de la cama con su polla abriéndose paso entre mis labios, dicho poder me daba cierta seguridad.
Cuando aumenté el ímpetu de mis mamadas me agarró del pelo.
Gimiendo alrededor del pene, levanté la vista para verle la cara al tiempo que me lo hundía todavía más y me movía deprisa, deprisa, sin tregua, hasta que noté su leche en la garganta.

Satisfecho, se sentó para recuperar el aliento en tanto me acariciaba perezosamente los muslos. Para entonces yo estaba tan caliente que creía que iba a estallar. Había aprendido, sin embargo, que moverme no actuaba en mi favor, de modo que me quedé quieta mientras él me pasaba los dedos arriba y abajo, acercándose cada vez más al punto donde ansiaba que estuviera. De no haber estado atada, habría empezado a masturbarme como una loca únicamente para aliviar la tensión, pero no tenía más remedio que permanecer tumbada, sometida, cuando su dedo me rozó el clítoris, provocándome una oleada de placer demasiado breve antes de volver a los muslos.

De repente, el dilema de suplicar o no suplicar se tornó irrelevante. Tenía tantas ganas de correrme que habría dicho cualquier cosa con tal de que me permitiera hacerlo. Tenía los puños crispados y me estaba mordiendo el labio inferior. Finalmente, con la garganta seca, fui capaz de farfullar: —Por favor.

Devolvió el dedo a mi centro y lo acarició suavemente. Su expresión era ahora arrogante.
—Por favor ¿qué?

Su voz sonaba diferente, más siniestra, lo cual me excitó y sobrecogió a la vez. Volvió a pellizcarme el pezón, retorciéndolo con saña. Los ojos se me llenaron de lágrimas y ahogué un grito de dolor. Su voz era acelerada, intransigente, lo que me humedeció aún más pese a las nerviosas mariposas que se agitaban en mi estómago.
—Por favor ¿qué?

Mi cerebro se bloqueó. Soy una persona que nunca enmudece, pero no tenía ni idea de lo que debía decir y temía que aun alargara más mi suplicio si me equivocaba. O, peor aún, lo detuviera. Al final, muy a mi pesar, opté por todas las variaciones que creí que podían funcionar.
—Por favor, méteme los dedos. Por favor, tócame. Haz que me corra, deja que me corra. Por favor.

Cuando terminé el último ruego procedió a masturbarme con las caricias firmes y largas que tanto había anhelado. Me introdujo dos dedos y procedió a follarme con ellos, cada vez más fuerte y deprisa, hasta que no pude contener los gritos. Temblé, gemí y me corrí vibrando alrededor de sus dedos y aporreando el cabecero con las manos por la vehemencia del orgasmo.

Sonriéndome, deshizo los nudos que me ataban a la cama.
Mientras me frotaba las muñecas le devolví la sonrisa, consciente de que íbamos a repetir. Consciente incluso de que era algo que merecía mis súplicas. Lo que no comprendí, por lo menos entonces, era que a eso apenas se le podía llamar suplicar, que aquello no era más que el principio.


viernes, 25 de septiembre de 2015

Una Travesura

Me fue imposible ocultar mi regocijo y no pude, ni quise, reprimir el deseo de hacer una travesura.

Su polla tembló en mi mano y a Manuel se le escapó un gemido ahogado que supuse era una mezcla de indignación y frustración. Entonces se la estrujé y descendí para acogerla en mi boca.

El gemido de Manuel cuando mis labios lo envolvieron fue largo y me hizo sentir como una diosa. Le chupé despacio, tomándome mi tiempo, disfrutando del instante en que sus manos se aferraron al edredón, de la forma en que arqueaba y estiraba el cuerpo cuando le intensifiqué el placer.
Hacía tiempo que no tenía la oportunidad de hacer algo así, y aunque no pretendía prolongar su sufrimiento más de lo debido, tampoco era mi intención acabar demasiado pronto.

Fui a mi ritmo y al final, cuando se corrió acariciándome el pelo y susurrando mi nombre, experimenté una extraña sensación de triunfo. No me malinterpretes, no es algo para poner en mi currículo, pero fue delicioso y me dormí con una sonrisa en los labios.

miércoles, 23 de septiembre de 2015

Las Posibilidades de unos Azotes

Mi primera experiencia morbosa, supongo que como en el caso de mucha gente, fue unos buenos azotes en el culo.

Creo que la clave está en el sonido. Cuando alguien te da un azote tan fuerte en el culo que retumba en la habitación, duele y no puedes reprimir el impulso de frotarte el trasero.

Sintiendo que me hallaba ante algo increíble que llevaba años esperando experimentar, me armé de valor y sonreí, otorgándole de ese modo el permiso que estaba solicitando.
Un culo contundente como el tuyo necesita unos azotes contundentes, y así serán los míos. mío. Cuando Raúl me bajó las bragas, me tumbó sobre su regazo y empezó a azotarme, el sonido retumbó en la habitación, haciendo que me inquietara lo que pudieran pensar si alguien pudiera escucharlo, al menos durante los primeros segundos, después de los cuales dejó de importarme lo más mínimo. Me había preguntado a menudo cómo sería recibir unos fuertes azotes en el culo, pero ni en un millón de años habría esperado sentir aquello.

Dolía, desde luego. Mucho más de lo que había imaginado, lo que indica que pertenezco a la generación que no recibía castigos corporales en el colegio. Al principio el aire salía violentamente de mis pulmones con cada arremetida y solo podía pensar en lo mucho que me dolía. Desde luego, no tenía nada que ver con las eróticas palmadas de mis fantasías secretas. Estaba intentado decidir, en un aterrorizado monólogo interior, si poner fin a los azotes o intentar aguantarlos hasta que Raúl pasara a otra cosa cuando la sensación cambió de repente. Todavía me dolía, pero el escozor del culo se transformaba en un dolor placentero durante los segundos posteriores al impacto, y cuando la adrenalina empezó a fluir por mis venas, hasta el dolor de los golpes iniciales se diluyó súbitamente con el calor del placer que estaba obteniendo.

Raúl había comenzado por mi nalga izquierda, pegándome a un ritmo regular, y el corazón me latía ahora prácticamente al compás de los azotes, mi cuerpo respondía al ritmo de los golpes. Raúl iba cambiando el lugar donde plantaba la mano, hasta que toda mi nalga fue puro fuego y me retorcía en su regazo como un fardo incoherente de terminaciones nerviosas. En ese momento mi mundo éramos él y yo, la quemazón de mi nalga, la humedad entre mis piernas y el roce de su polla dura en mi muslo cada vez que me contorsionaba contra ella. Si Raúl me hubiera preguntado qué quería que me hiciera, si yo hubiera sido capaz de articular palabra, le habría suplicado que parara porque el dolor estaba a punto de resultar excesivo. Al mismo tiempo sabía a ciencia cierta, por el calor entre mis muslos, que si se hubiera detenido a los pocos segundos le habría suplicado que continuara. En realidad no podía elegir, lo cual tampoco importaba porque a esas alturas me habría sido del todo imposible hablar.


Cambió de nalga y empezó de nuevo. Pero mientras intentaba atenuar mi reacción al dolor noté que un dedo resbalaba por mi entrepierna y me penetraba con total facilidad, con tanta facilidad que agradecí estar boca abajo para que Raúl no pudiera ver mi repentino rubor.

Para entonces estaba prácticamente sacudiéndome sobre sus piernas, resoplando, llorando bajo los párpados cerrados. Raúl seguía azotándome implacable, y cuando me volví para mirarle vi sus mejillas encendidas por el esfuerzo y la excitación y una expresión que me hizo gemir. Estaba muy sexy. La mirada, la pose de la cabeza, no pertenecían al Raúl que yo conocía. No podía apartar los ojos de él. Era todo poder. Todo control. Me hacía sentir caliente y fría y excitada y nerviosa, como si el planeta entero estuviera volviéndose del revés y no me quedara otra que soportar el viaje y confiar en que él me guiara.

Cuando nuestras miradas se cruzaron fue como si un hechizo se rompiera. Los dos estábamos más que listos para follar, y aunque Raúl no iba a dejar el trabajo a medias, los tres últimos golpes fueron por lo menos rápidos, aunque también lo bastante fuertes para hacerme ahogar un grito. Estaba mareada, pues no tenía tiempo de aspirar suficiente aire entre azote y azote. Aguanté las oleadas de dolor lo mejor que pude, y aún jadeaba cuando Raúl me puso de cuatro patas para —«por favor, por favor, por favor»—follarme.

Me llenó y gemí de puro alivio. Pero del alivio pasé al desconcierto cuando advertí que no era su polla lo que tenía dentro.
Cuando me volví, parpadeando y tratando de enfocar la vista, vi que estaba sonriéndome una vez más y sosteniendo un calabacín para mostrarme mi flujo fulgurando en el vegetal.

—Lo siento, no pude resistirlo.

Carraspeé y abrí la boca para intentar articular una respuesta, pero me interrumpí cuando me penetró hasta el fondo. Mientras follábamos, yo empujando con la misma vehemencia con que él se sumergía en mis jugos, el dolor de los moretones que ya empezaban a asomar en mi trasero, el ardor punzante, era un duro recordatorio de mi castigo.

Raúl se inclinó para frotarme el clítoris al tiempo que nuestras embestidas se volvían más frenéticas y desesperadas, los dos a punto de corrernos. Justo cuando pensaba que no podría soportar más estímulos deslizó las uñas por la superficie abrasada de mi culo. Fue como si me arañara la carne con agujas.

Incapaz de contenerme, grité. De haber podido, le habría suplicado que parara, pues la sensación era tan intensa que creí que iba a hacerme añicos. Pero con la misma rapidez con que mi cerebro me decía que no podía soportarlo más, que aquello era excesivo, me llegó el orgasmo y con él ese torrente de calor que me hace desear descansar diez minutos antes de hacerlo todo de nuevo porque es alucinante.

Nos quedamos tendidos en la cama, enredados entre las sábanas, recuperando el aliento mientras el sudor de nuestros esfuerzos se secaba. Y cuando le miré, los ojos cerrados y las largas pestañas le conferían un aire tan angelical que casi era imposible relacionarlo con el mismo hombre que acababa de asegurarse de que en los próximos días me acordara de esa noche cada vez que tomara asiento. No podía creer que nunca hubiera pensado lo que iba a representar una sesión de azotes. Basta con decir que desde entonces no he vuelto a pasar por alto sus posibilidades.

miércoles, 16 de septiembre de 2015

Humillada y Sometida en Publico

Me ruborizo. Tengo lágrimas en los ojos pero no se puede distinguir si son de miedo o de rabia.
Mi voz suena más clara esta vez, incluso fuerte en el aire quedo de la noche. Aunque el tono es desafiante, el rubor que desciende desde mis mejillas habla de una vergüenza que no puedo ocultar.

—Soy una guarra. Llevo toda la noche mojada, imaginando que me follas, y lo único que deseo ahora es que nos vayamos a casa y lo hagamos. Por favor.

Mi tono desafiante flaquea en las dos últimas palabras, las cuales emergen como un ruego débil.
Desliza un dedo ocioso por el filo de mi blusa, un tanto escotada, y cuando habla, el tono de su voz hace que reprima el impulso de temblar.

—Ha sonado casi como una súplica. ¿Estás suplicando, guarra?

Empiezo a asentir con la cabeza, pero la mano que me tiene sujeta del pelo me detiene en seco. Trago saliva, cierro los ojos un segundo y contesto.

—Sí. —Una pausa que se extiende hasta convertirse en un vasto silencio. Una exhalación que casi podría interpretarse como un suspiro quedo—. Señor.

Su dedo sigue recorriendo la curva de mis pechos mientras me habla.

—Tengo la impresión de que ahora mismo harías cualquier cosa por correrte. Cualquier cosa. ¿Me equivoco?

No contesto. Mi expresión es de recelo, lo cual te sorprende teniendo en cuenta el tono desesperado de mi voz. Te preguntas qué ha significado ese «cualquier cosa» en el pasado, qué significará ahora.

—¿Te arrodillarías y me chuparías la polla aquí mismo?

Se hace un largo silencio. Aparta la mano del pelo, da un paso atrás y aguarda. Cuando oigo a lo lejos la puerta de un coche me encojo y vuelvo nerviosa la cara para escudriñar la calle. Veo un hombre. Nuestras miradas se cruzan un segundo, la sorpresa y la vergüenza hacen que abra mucho los ojos antes de girarme de nuevo hacia él.
Está inmóvil como una estatua. Sonriendo.
De mi garganta emerge un sonido, mitad sollozo, mitad ruego.
Tragando saliva, señalo vagamente la calle.

—¿Ahora? ¿No preferirías…?

Aprieta sus dedos contra mis labios todavía abiertos. Está sonriendo casi con indulgencia, pero su voz suena firme. Imperiosa incluso.

—Ahora.

Lanzo una mirada fugaz en la dirección del hombre que nos observa. Él no lo sabe, pero por dentro estoy jugando a una versión adulta de un juego infantil: si no le miro directamente significa que no está ahí presenciando mi humillación, que no puede verla porque yo no puedo verle a él.
Le señalo nerviosamente con la cabeza.

—Aún es temprano, hay gente caminando…

—Ahora.

El hombre está paralizado, observando el espectro de emociones que cruza por mi rostro. Vergüenza. Desesperación. Ira. Resignación. Abro la boca varias veces para hablar, me lo pienso mejor y callo. Él se limita a observarme atentamente.
Al final, roja de vergüenza, doblo las rodillas y desciendo hasta la humedad de los adoquines. Mantengo la cabeza gacha. El pelo me cae sobre la cara, y durante unos segundos permanezco así, arrodillada, sin hacer nada. Luego respiro hondo. Enderezo los hombros, elevo la mirada hacia él y acerco una mano a su pantalón, pero cuando mis dedos temblorosos alcanzan el cinturón los detiene y me da unas palmaditas en la cabeza, como haría con un perro fiel.

—Buena perra. Sé lo difícil que ha sido. Ahora levántate. Nos iremos a casa y terminaremos allí. Esta noche hace un poco de frío para jugar en la calle.

Con mano solícita, me ayuda a ponerme de pie. Pasamos del brazo, al lado del hombre que nos observaba. Él sonríe y le saluda con la cabeza. El hombre comienza a devolverle el saludo. Yo mantengo la mirada gacha, la cabeza inclinada.


Se me puede ver que estoy temblando, pero lo que no se me puede ver es lo mucho que esta experiencia me ha excitado. Lo duros que tengo los pezones bajo el confinamiento del sujetador. Que mi temblor se debe al subidón de adrenalina provocado por lo que acaba de acontecer ante los ojos de un desconocido tanto como al frío y la humillación. Lo mucho que me estimula. Que me llena de una manera que no sé explicar. Que lo odio pero al mismo tiempo me encanta. Lo anhelo. Lo ansío.