lunes, 23 de noviembre de 2015

Capaz de Hacer Cualquier Cosa

Yo también soy una de esas irritantes personas apegadas a su móvil. Me gusta fingir que es por culpa del trabajo, pero no es cierto. Me gusta permanecer en contacto con la gente. Mi teléfono se carga en la habitación donde duermo, me acompaña en mis horas de vigilia y va conmigo de vacaciones. Pero me gustaría creer que si tuviera el brazo alrededor de una mujer semidesnuda y con una fuerte calentura, que me está acariciando la polla y acaba de decirme que haría cualquier cosa que le pidiera si le permito correrse, y en ese momento me sonara el móvil, dejaría que saltara el buzón de voz. Pero no, Luis no. Cuando contestó y se puso a charlar sentí que la ira y la frustración se adueñaban de mí. No solo le había suplicado, sino que acababa de decirle que estaba dispuesta a hacer lo que me pidiera, lo que fuera.

Una vocecita en mi cabeza me aconsejaba que le apartara el brazo, me levantara, me vistiera y me largara, que aquello no era jugar, que aquello era una falta de respeto en toda regla, que Luis se había pasado de la raya, pero no fui capaz de moverme.
Entonces dijo:
— Sí, está aquí, a mi lado, temblando de deseo. Justo antes de tu llamada me estaba diciendo que haría cualquier cosa si la dejo correrse esta noche. Sí, cualquier cosa. Lo sé. Creo que tengo algunas ideas de lo que podría constituir cualquier cosa, si te interesa escucharlas.

Me volví para intentar verle la cara en la penumbra. Tal como sospechaba, no me estaba hablando a mí. Cuando comprendí lo que podría ocurrir a continuación empecé a temblar. Jugar con terceras personas era algo que habíamos dicho que solo haríamos después de hablarlo largo y tendido, pero esto, esto estaba dentro de los límites. No obstante, la idea de que otra persona escuchara lo desesperada que estaba en esos momentos me llenaba de vergüenza y espanto. Pues Luis estaba explicándole con todo lujo de detalles lo sucedido los últimos días. Escucharlo me hizo sentir furiosa y avergonzada y por último —lo peor de todo y aun así inevitable—, excitada.
—… Sí, estaba tan caliente que tenía las bragas empapadas. No, no la toqué, simplemente la obligué a quitarse las bragas para poder amordazarla con ellas…
—… Fue conmovedor, estábamos en la cola de la caja y le rocé el pecho con el dedo. Un segundo después podías ver los pezones marcándose en la camiseta y unos ojos que ardían de deseo. Sí, está increíble. Me está fulminando con la mirada porque quiere asesinarme pero hay un trasfondo de lujuria del que no puede librarse, lo que significa que soportará el resto con la esperanza de que le deje correrse…
—… Sí, y está mordiéndose el labio, como si estuviera reprimiendo las ganas de hablar o de lloriquear o de delatarse. No es consciente de los pequeños suspiros que no puede contener, ni de los leves temblores de su cuerpo. Es alucinante. Incluso…

Estaba furiosa. Pero me quedé. Porque a pesar de la vergüenza y de no estar segura de lo que iba a suceder a continuación, a pesar de que mi mente se rebelaba contra la idea de haberle cedido tanto control y de que encima se enorgulleciera de él delante de otra persona, empecé a comprender que tenía razón. Sabía que me hallaba ante algo potencialmente divertido, un desafío, una experiencia alucinante. Luis estaba escuchando atentamente a Carlos, su interlocutor. Luego soltó una risita y me concentré de nuevo en la conversación.
—Esa es una idea diabólica.
Se me hizo un nudo en el estómago. Me arrimé un poco más a Luis para intentar oír lo que estaba diciendo Carlos, y al hacerlo me di cuenta de que también estaba frotándome desesperadamente contra él, mi mano quieta en su polla, aunque había empezado a sacudirla ligeramente.

Consciente de lo que estaba haciendo, Luis me agarró del pelo para apartarme y dejarme claro que no iba a colar. Siguió tirándome del pelo hasta tener mi cabeza a la altura de su entrepierna, y a continuación la empujó hacia abajo. Me soltó el pelo únicamente para cubrir con la mano el auricular del móvil y decir:
—Vamos, chúpame. Estoy hablando con Carlos sobre cómo voy a dejar que te corras, si es que dejo que te corras. Si me haces una buena mamada será un punto a tu favor.
Cuando procedí a deslizar obedientemente los labios y la lengua por su polla, soltó un gemido tenue.
Carlos dijo algo y Luis contestó:
—Sí, ahora mismo tiene la boca alrededor de mi polla. Es una sensación increíble. Es una buena perra, pone mucho esmero.
Me ruboricé en la oscuridad, pero muy a mi pesar seguí concentrándome en la tarea que tenía por delante, escuchando solo a medias la conversación. Hasta que le oí decir:
—Caray, Esmeralda está poniendo toda la carne en el asador. Prácticamente tengo los huevos dentro de su boca. —Murmuró de placer y me acarició la cabeza—. Ah, es realmente fantástico.
El corazón se me aceleró al sentir su mano en la curva del culo, aproximándose al lugar donde anhelaba que estuviera. Luego noté que se le hinchaba todavía más en mi boca.


Empecé a acariciarle los huevos al tiempo que me lo hundía aún más en la boca. Siempre he sido muy generosa con mis mamadas, pero aquello era inaudito incluso para mí. Tenía la polla tan adentro que apenas podía respirar. Las suaves caricias de Luis me calmaban y al mismo tiempo me distraían. Notaba que el flujo se congregaba en mi entrepierna y no quería ni pensar en el aspecto que debía de ofrecer.
Entretanto, Luis explicaba a Carlos exactamente lo que yo le estaba haciendo. En un momento dado interrumpió la conversación para darme una palmada en el culo e instarme a hundirme la polla aún más. Estaba tan concentrada en mi labor que no regresé a la conversación hasta que le oí decir:
—Esta noche está especialmente sumisa. En otras circunstancias habría esperado que protestara o que por lo menos obedeciera echando fuego por los ojos, pero es tal su necesidad de correrse que realmente parece dispuesta a hacer lo que sea.


Fue entonces cuando le dijo a Carlos que era diabólico. No tardé en descubrir por qué. Y tenía razón, lo era. Tras media hora de conversación telefónica tenía la mandíbula agarrotada. Podía oír a Luis reirse con Carlos, bromear, instarle a darle ideas para hacer conmigo, lo que, muy a mi pesar, me hacía chorrear todavía más, me hacía desear poder escuchar las cosas que le estaba diciendo a Luis. Y de qué manera.
Cuando Luis hubo terminado de contarle cuán sumisa estaba siendo, me pasó el teléfono y me obligó a decírselo a él en particular. Tenía que explicarle exactamente a Carlos por qué estaba tan mojada y lo guarra que era por gustarme que me trataran como a una cerda. Y lo hice. Las lágrimas me obstruían la garganta, pero ni por un momento se me pasó por la cabeza desobedecer. Luis me obligó a decirle que haría cualquier cosa por correrme aquella noche y luego, arrebatándome el teléfono, especificó un poco más.
—Dijo «cualquier cosa». Cualquier cosa. Creo que ahora mismo haría prácticamente lo que le pidiera. En serio. Escucha.
Me ordenó que bajara hasta sus pelotas y las venerara. Chuparle el culo seguía siendo lo que más odiaba, pero —el cielo me perdone— tenía tantas ganas de correrme que empecé a arrastrarme por la cama sin vacilar, hasta que me agarró del pelo.
—Pero antes, Esmeralda, suplícame que te deje lamerme el culo.
—¿Qué? —espeté, incapaz de contenerme.
—Suplícamelo. Vas a suplicarme que te deje lamerme, chuparme y adorarme los cojones, y si lo haces bien tendrás mi permiso. Y cuando te lleves mis dedos a la boca, como una buena chica, te meteré un dedo en la vagina. Me pregunto lo mojada que la encontraré.
Sollocé. Conocía la humillante respuesta y anhelaba y temía el momento en que lo comprobara por sí mismo.
Agradeciendo la oscuridad del cuarto, pues así no tenía que mirarle directamente a los ojos, le pregunté si podía venerarle los cojones.
Tirándome del pelo, me echó la cabeza hacia atrás y me ordenó que hablara más alto para que Carlos pudiera oírme.
Con una voz cargada de odio y lágrimas, probé de nuevo.
—Por favor, te ruego que me dejes lamerte los cojones.
—¿Solo lamerme los cojones?
Dios, cuánto le detestaba. Dios, cuánto me excitaba.
—No, besarlos, chuparlos. Quiero venerar tus cojones. —Confiaba en haber cubierto todas las posibilidades, pero cada una de mis palabras estaba impregnada de agresividad y frustración, por lo que me insté a moderar el tono—. Por favor.
Me dio unas palmaditas en la mejilla, un gesto de ternura que me ayudó a sobrellevar todo lo demás, hasta que dijo:
—Adelante.
Genial. Armándome de valor, hundí la cara en sus cojones mientras le ofrecía a Carlos una crónica de mi actuación. Describió la avidez de mis lametones y me introdujo un dedo en mi ano. Le contó que me estaba obligando a limpiarle los cojones frotándomelos contra la cara y exigiendo que le chupara hasta el culo.
Oí a Carlos aullar de asco y, a renglón seguido, reírse de mi situación. No podía distinguir las palabras pero su tono jocoso retumbaba en la habitación.
Lágrimas silenciosas brotaban de mis ojos mientras hacía lo que me había pedido, reacia a mostrarle a Luis lo mucho que estaba forzándome pero, a pesar de todo, desesperada por seguir adelante.
Cuando me introdujo un dedo por debajo de las bragas ahogué un gemido y mientras me concentraba en el contacto de su dedo con mi entrepierna le oí decir:
—Gotea de lo caliente que está. No haría falta mucho para hacerle tocar el cielo.
Carlos farfulló algo y Luis retiró la mano. Mientras yo sollozaba de frustración y él se secaba la mano en mi culo, dijo:
—Qué idea tan genial.
Y la sangre se me heló.
—Esmeralda. Ya puedes parar.
En otras circunstancias esas palabras me habrían llenado de alegría. En este caso me llenaron de pánico. ¿Conseguiría correrme? ¿Sería capaz de contener las lágrimas si Luis me dejaba insatisfecha? ¿En qué consistía esa idea tan genial? Si iban a dejar que me corriera, ¿qué pensaban hacer conmigo que pudiera ser aun peor? ¿Estaba dispuesta a dejarles hacer cualquier cosa? ¿Preferiría dar marcha atrás? ¿Podría dar marcha atrás? Mi mente se veía asaltada por pensamientos casi histéricos sobre todas las cosas horribles que podrían hacerme, que podrían obligarme a hacer. Sabía que en el caso de que me pidieran algo realmente espantoso, podría negarme, terminar el juego, pero no tenía intención de hacerlo. Era esclava de mis propias necesidades apremiantes. Las posibilidades me aterraban. Y al final, lo que concibieron fue algo que ni siquiera había pasado por mi —reconozcámoslo—retorcida imaginación.
La idea fue de Carlos. Mientras Luis me explicaba lo que debía hacer cerré los ojos y apreté los labios, meneando la cabeza en silenciosa rebelión, incapaz de considerar siquiera la posibilidad de desobedecer. Cuando el silencio se alargó, comprendí que no tenía elección, que si no acataba sus órdenes no podría tener mi tan ansiado orgasmo. Traté de pensar en una alternativa. Podría hacer cualquier otra cosa. Pero lenta, renuentemente, acabé por aceptar mi sino.
Y busqué la posición. Me senté en una de sus piernas, a horcajadas, escudriñando a través de la profunda penumbra la silueta de Luis ligeramente recostada sobre las almohadas con el teléfono pegado a la oreja, pensando que si yo apenas podía verle eso significaba que él tampoco podía verme a mí. Me gustaría decir que eso supuso un consuelo, pero no sería cierto. Me quedé quieta unos segundos, resistiéndome pese a saber que ya me había resignado al hecho de que iba a seguir adelante. De que me disponía a restregarme como un animal contra su pierna para conseguir mi orgasmo.
La vejación, el incómodo ángulo en que tendría que postrarme para el acto en cuestión, no era nada de lo que había imaginado, iba a tener que lograrlo yo sola. Y no de una manera agradable, acurrucada con la mano en mi entrepierna o con mi juguete favorito, sino restregándome contra su pierna como una perra en celo. Tenía la sensación de estar anclada a la cama. No podía hacerlo. Sencillamente, no podía.
—¿Te da vergüenza? ¿No quieres hacerlo? —Su voz poseía un deje burlón que el hecho de estar actuando para un público telefónico sin duda acrecentaba. Me dieron ganas de matarlo.
Me aclaré la garganta y procedí a tartamudear una respuesta, pero me interrumpió.
—Me trae sin cuidado. Te he ordenado que te restriegues contra mi pierna. Los dos sabemos que acabarás obedeciendo, porque si no lo haces no tendrás otra oportunidad de correrte. Así pues, yo en tu lugar me dejaría de tonterías y empezaría ahora mismo. Y eso hice. Bien, la cosa va más allá. Mucho más allá. Y no soy dada a bromear. Sinceramente, incluso escribir sobre ello me hace enrojecer de vergüenza y humillación. Y no puede decirse que sea una mojigata con estos temas.
Lo odié. No en plan «finjo que lo odio pero secretamente me encanta», sino en plan «lo odio tanto que resulta irritante y sorprendente que pueda correrme de ese modo, teniendo en cuenta lo mucho que me molesta, lo mucho que me desconcentra. Estoy de acuerdo en que someterse únicamente a las cosas que nos divierten no puede considerarse sumisión, pero restregarme contra su pierna, intentar frotarme en el ángulo adecuado para atrapar el clítoris y correrme y poner fin a la humillación mientras Luis movía deliberadamente la rodilla para impedir que eso ocurriera y prolongar mi sufrimiento en tanto (cómo no) le contaba a Carlos lo empapada que le estaba dejando la pierna, cómo se me aceleraba la respiración a medida que me acercaba al orgasmo, lo desesperada que estaba… Me enfurecía. Tanto que no podía pensar con claridad, tanto que las imágenes me persiguieron durante días. No fue doloroso, ni siquiera tan humillante sobre el papel. Una tontería. Me restregué contra su pierna. Pero para mí no fue ninguna tontería, y todavía hoy no logro entender por qué, y aún menos explicarlo. Así que me restregué contra su pierna como una perra caliente mientras él relataba a su amigo Carlos cómo empleaba la fricción para proporcionar a mi clítoris la sensación que necesitaba para correrme. Y mientras me restregaba pensaba en lo bajo que había caído, en lo mucho que me había degradado y humillado en busca de mi placer. Roja de vergüenza, daba gracias a la oscuridad por ocultar mi rubor. Desde un punto de vista práctico, era una postura incómoda para conseguir la estimulación debida. Luis yacía con las piernas totalmente estiradas, y solo abriendo mucho las mías y doblándome hacia delante podía pegarme lo bastante a su rodilla para obtener la presión que necesitaba para acercarme al orgasmo. Lo intenté, Dios, cómo lo intenté. Estaba deseando correrme y terminar con aquello.
Después de cinco días sin orgasmos, de todo ese tiempo pensando en el sexo y de lo caliente que estaba, hubiera debido correrme enseguida. Pero la mente es una cosa extraña, retorcida y a veces cruel. Me cohibía saber que Carlos me estaba oyendo realizar aquel acto degradante, que oía mis gemidos y jadeos de placer conforme —pese a mi vergüenza y espanto— mi excitación y mi flujo aumentaban, oyendo cómo obtenía vergonzosamente placer de la rodilla de Luis. Y también me cohibía escuchar a Luis explicarle que podía oír el sonido de mi sexo al deslizarse contra su rodilla de lo empapada que la tenía. Tratando de ignorarle, me froté con más ímpetu, pero no conseguía obtener la presión necesaria para alcanzar el éxtasis y acabar de una vez.
—No puedo… — carraspeé y probé de nuevo—. Este ángulo no me va bien. No podré correrme así.
—¿Y qué quieres que haga? —repuso Luis con desdén—. Tú sabrás lo que has de hacer, y para serte franco, estoy empezando a cansarme de que te frotes contra mí y me empapes toda la pierna. Yo en tu lugar me daría un poco de prisa.
La idea de haber pasado por todo aquello y no conseguir correrme me contrajo el estómago.
—La rodilla. Si pudieras levantar un poco la rodilla me sería más fácil. Por favor.
Me pareció ver sus dientes brillar en la oscuridad.
—¿Me estás suplicando que mueva la rodilla para que te sea más fácil restregarte?
Hubo un silencio. Tuve que humedecerme los labios con la lengua antes de poder hablar, e incluso entonces la voz me salió trémula. En otras circunstancias habría mentido, habría intentado evitarlo, pero la verdad es que estaba destrozada, desesperada, obsesionada. Cada fibra de mi ser ansiaba correrse.
—Sí. Sí, te lo estoy suplicando.
—Bien. Entonces suplica como es debido, más alto, para que Carlos pueda oír lo desesperada que estás, tan desesperada que estás frotándote contra mí como una perra en celo.
Tenía los puños agarrotados y las uñas clavadas en las palmas cuando mi voz inundó la habitación.
—Te lo suplico. Por favor, levanta un poco la rodilla para que pueda frotarme contra ella…
Me interrumpió.
—No. Restregarte.
Suspiré pero seguí adelante.
—Retresgarme hasta que me corra en tu rodilla. Por favor.
Cuando alzó la rodilla, golpeándome el pubis con una fuerza que me sacudió todo el cuerpo como una venturosa descarga eléctrica, su voz rezumaba petulancia.
—Ya está. No ha sido tan difícil, ¿no? Ahora córrete para mí.
La alteración del ángulo lo cambió todo. De repente el movimiento de mis caderas hizo que su rodilla ejerciera una fricción perfecta contra mi clítoris. Me esforcé por ignorar cómo Luis le explicaba a su amigo Carlos la rapidez con que había empezado a corcovear como una loca, por ignorar el chapoteo de mi excitación contra su rodilla, por ignorar todo salvo el placer que comenzaba a trepar por mi cuerpo, por superar todos los obstáculos entre mi ser y la liberación que llevaba toda la semana anhelando.
Para cuando me acerqué al orgasmo. Cuando empecé a temblar como un animal, me sacudí espasmódicamente contra la pierna de Luis mientras gritaba lo bastante fuerte para que su amigo pudiera oírme.
Tras cinco días de insatisfacción acumulada, mi liberación fue intensa y trepidante. En mi vida he vuelto a tener un orgasmo igual, y durante uno o dos segundos después el mundo desapareció al tiempo que, tendida ahora en la cama, mis piernas temblaban con violencia. Cuando volví en mí tenía a Luis pajeándose encima de mi cara. Hice ademán de acercar la boca pero me detuvo con un chasquido de la lengua. —Ni lo sueñes. Primero has de limpiar toda esta porquería.
Sabía a qué se refería, y hubiera debido enfurecerme, pero era tal mi estado mental que empecé a lamerle la rodilla sin rechistar, bueno, en realidad casi toda la pierna. Para mi vergüenza, había conseguido empaparle desde la mitad del muslo hasta media espinilla. Seguí lamiendo mientras Luis le relataba su amigo Carlos lo que estaba haciendo. Seguí lamiendo mientras Luis, gozando de esta última humillación, se masturbaba. Seguí lamiendo mientras me llenaba la mejilla y el pelo de leche. Finalmente se inclinó sobre mí y me acercó el teléfono al oído para que pudiera escuchar la corrida de su amigo Carlos.
Sí. La primera vez que oí a Carlos por teléfono estaba corriéndose. Hasta yo reconozco que mi mundo es a veces extraño.

sábado, 3 de octubre de 2015

Una Fantasia Convertida en Realidad

Comenzó un sábado por la noche con un castigo por una multitud de razones absurdas que, de haberme sentido peleona, habría puesto en tela de juicio. Pero cuando su voz y sus gestos pasaron de relajados a implacables y quedó claro hacia dónde nos dirigíamos exactamente, preferí no protestar. Acabé desnuda, con el trasero en pompa y doblada sobre el brazo del sofá.

Empezó con unos azotes suaves que me dejaron el culo caliente y estremecido. Pronto descubrí que le encantaba azotarme, y pronto le tomó afición a colocarme sobre sus rodillas para castigarme implacablemente mientras su erección crecía bajo mi cuerpo tembloroso. Las bragas a medio muslo se me antojaban más humillantes que si me las hubiera quitado del todo, y resultaron ser útiles como medio de contención cuando no podía dejar de forcejear.
En ocasiones anteriores, cuando ya tenía el culo ardiendo me arrojaba al suelo, me inmovilizaba con las caderas y me follaba, embistiéndome con fuerza para asegurarse de que el roce de la áspera moqueta no diera ni un respiro a mis torturadas nalgas. Pero esta vez fue distinto.

Me hizo una pregunta que no respondí, en su opinión, con el debido respeto, y a renglón seguido oí el murmullo del cinturón abandonando las trabillas de su pantalón.
Cuando has pasado tanto tiempo fantaseando sobre algo, la idea de estar realmente en el lado del receptor da pánico. No solo porque va a doler y porque ese hombre amable y encantador que un minuto antes me ayudó a acabar el crucigrama se ha convertido en una versión de sí mismo perteneciente a otro universo. No solo porque estoy luchando por controlar los nervios, por convencerme de que no me acobardaré, de que podré soportar lo que me eche, complacerle y desenvolverme con valor y estoicismo. Ni siquiera porque, tras casi diez años imaginando por las noches en mi cama que alguien me daba un paliza de las de antes con un cinturón, me preocupe que esta en realidad no me excite y que simplemente me duela tanto que tenga que pedirle que pare. Da pánico porque rogarle que pare sería no solo una representación decepcionante de una ansiada fantasía, sino una forma de rendición, un fracaso, una derrota en toda regla.

Levanté la cabeza, que la tenía colgando hacia el suelo, y el gesto me produjo un mareo que se sumó al vértigo de la expectación. Allí estaba frente a mí, todavía vestido, con el cinturón de cuero en las manos, estirándolo, enroscándolo, preparándolo para hacerme daño, y su mirada hizo que mi estómago experimentara la misma mezcla de miedo y excitación que provoca una montaña rusa.
Entonces se colocó detrás de mí y ya solo me quedó esperar y tratar de no temblar. La espera no fue larga.

El primer latigazo no me dolió demasiado; me sobrecogió el estrépito más que el golpe en sí. Sentí un gran alivio al comprobar que el dolor era soportable, hasta que me propinó dos azotes seguidos y aullé. Al parecer, el primer golpe no había llevado la fuerza o la dirección acertadas, porque ahora el dolor era muy superior.
Me dijo que cuanto más gritara más fuerte me pegaría, por lo que me mordí el labio para ahogar los gritos hasta que creí notar un gusto de sangre en la boca. El impacto de cada latigazo en el culo sonaba como un disparo y el sufrimiento consiguiente era un martirio.
De no haber tenido el brazo del sofá bajo el abdomen, las piernas se me habrían doblado hasta dejarme tendida en el suelo. De hecho, cuando la punta del cinturón se curvó para atrapar un punto en una de mis nalgas que ya había recibido varios azotes, el lacerante desgarro me hizo tambalearme y empecé a resbalar hacia el suelo, hasta que agarrándome por el pelo me volvió a instar —de manera firme y más bien dolorosa— a recuperar la posición.

Mis débiles resoplidos eran casi sollozos cuando me pidió que contara los latigazos. El dolor era mucho más intenso de lo que jamás imaginé, pero no se me ocurrió pedirle que parara. Estaba demasiado concentrada en soportar los azotes y ahogar los aullidos que trepaban por mi garganta, si bien mis esfuerzos por controlar la respiración a fin de sobrellevar mejor el dolor probablemente desvelaban el terrible daño que me estaba infligiendo aun cuando no lo hubieran hecho las rabiosas marcas rojas del culo, las lágrimas que me resbalaban por la cara y el temblor de las piernas.

Tras el décimo latigazo me puso su mano en el clítoris, restregó con vehemencia y me introdujo los dedos, riéndose quedamente de mi palpable y audible excitación.
—Eres una auténtica zorra masoca, ¿verdad, Esmeralda?

Cerré los ojos, si bien el chapoteo de sus dedos en mi entrepierna le daba la razón.
Mientras él me masturbaba y yo gemía de placer, me explicó la teoría de la zanahoria y el garrote, y que todavía no era candidata a una zanahoria orgásmica. Me devolvió a mi posición para seguir castigándome sin retirar los dedos de mi interior, y por un momento me enfureció que me tratara como una jodida marioneta. Casi podía ver su sonrisa mientras yo apenas me aguantaba de puntillas sobre el brazo del sofá y sus dedos me embestían sin miramientos. Conté otros diez correazos con el cinturón a través de mi garganta reseca, más un «azote de la suerte», el cual estoy segura de que asestó simplemente para divertirse al comprobar como mi patente alivio al final del castigo era reemplazado por un temblor nervioso mientras esperaba el golpe definitivo, y el más fuerte.

Sin apenas darme tiempo a reponerme sus dedos regresaron a mi clítoris. Estaba fuera de sí, frotándome con tal furia que pese a estar lubricada el placer era agridulce. Tuve un orgasmo violento, y finalmente mis piernas cedieron y me dejaron inerte sobre el extremo del sofá.
Una vez recuperada, me arrodillé a sus pies y se la mamé hasta que se corrió en mi boca, tras lo cual me rendí al sueño, agotada, tendida de costado porque mi trasero había recibido tal paliza que hasta el suave roce de un edredón hacía que me despertara de puro dolor. Los verdugones tardaron semanas en remitir y cada mañana, después de la ducha, observaba en el amplio espejo cómo cambiaban de color, palpándolos para comprobar hasta qué punto dolían y sonriendo para mí.

Sí, estaba empezando a entender el alcance de las tendencias masoquistas. Y parecía haber encontrado a alguien que no solo las reconocía como yo, sino que disfrutaba practicándolas, si bien aún era pronto para comprender que el dolor no era necesariamente el principal desafío a la hora de jugar con mi extraño dominante.

lunes, 28 de septiembre de 2015

Suplicando Ser Follada

Siempre me ha gustado hacer mamadas, porque podía mantener el control, y a mí me encantaba hacerles tambalear, ver sus reacciones, oír cómo se les aceleraba la respiración, notar cómo crecían sus penes en mi boca y disfrutar de su sabor cuando se corrían. No obstante, aquella tarde puede que cediera mi control, sometiéndome a su poder, porque cuando tenía su polla en mi boca gozaba de otra clase de poder, un poder que me alegraba el corazón y me humedecía el coño. Y en ese momento, atada a la cabecera de la cama con su polla abriéndose paso entre mis labios, dicho poder me daba cierta seguridad.
Cuando aumenté el ímpetu de mis mamadas me agarró del pelo.
Gimiendo alrededor del pene, levanté la vista para verle la cara al tiempo que me lo hundía todavía más y me movía deprisa, deprisa, sin tregua, hasta que noté su leche en la garganta.

Satisfecho, se sentó para recuperar el aliento en tanto me acariciaba perezosamente los muslos. Para entonces yo estaba tan caliente que creía que iba a estallar. Había aprendido, sin embargo, que moverme no actuaba en mi favor, de modo que me quedé quieta mientras él me pasaba los dedos arriba y abajo, acercándose cada vez más al punto donde ansiaba que estuviera. De no haber estado atada, habría empezado a masturbarme como una loca únicamente para aliviar la tensión, pero no tenía más remedio que permanecer tumbada, sometida, cuando su dedo me rozó el clítoris, provocándome una oleada de placer demasiado breve antes de volver a los muslos.

De repente, el dilema de suplicar o no suplicar se tornó irrelevante. Tenía tantas ganas de correrme que habría dicho cualquier cosa con tal de que me permitiera hacerlo. Tenía los puños crispados y me estaba mordiendo el labio inferior. Finalmente, con la garganta seca, fui capaz de farfullar: —Por favor.

Devolvió el dedo a mi centro y lo acarició suavemente. Su expresión era ahora arrogante.
—Por favor ¿qué?

Su voz sonaba diferente, más siniestra, lo cual me excitó y sobrecogió a la vez. Volvió a pellizcarme el pezón, retorciéndolo con saña. Los ojos se me llenaron de lágrimas y ahogué un grito de dolor. Su voz era acelerada, intransigente, lo que me humedeció aún más pese a las nerviosas mariposas que se agitaban en mi estómago.
—Por favor ¿qué?

Mi cerebro se bloqueó. Soy una persona que nunca enmudece, pero no tenía ni idea de lo que debía decir y temía que aun alargara más mi suplicio si me equivocaba. O, peor aún, lo detuviera. Al final, muy a mi pesar, opté por todas las variaciones que creí que podían funcionar.
—Por favor, méteme los dedos. Por favor, tócame. Haz que me corra, deja que me corra. Por favor.

Cuando terminé el último ruego procedió a masturbarme con las caricias firmes y largas que tanto había anhelado. Me introdujo dos dedos y procedió a follarme con ellos, cada vez más fuerte y deprisa, hasta que no pude contener los gritos. Temblé, gemí y me corrí vibrando alrededor de sus dedos y aporreando el cabecero con las manos por la vehemencia del orgasmo.

Sonriéndome, deshizo los nudos que me ataban a la cama.
Mientras me frotaba las muñecas le devolví la sonrisa, consciente de que íbamos a repetir. Consciente incluso de que era algo que merecía mis súplicas. Lo que no comprendí, por lo menos entonces, era que a eso apenas se le podía llamar suplicar, que aquello no era más que el principio.


viernes, 25 de septiembre de 2015

Una Travesura

Me fue imposible ocultar mi regocijo y no pude, ni quise, reprimir el deseo de hacer una travesura.

Su polla tembló en mi mano y a Manuel se le escapó un gemido ahogado que supuse era una mezcla de indignación y frustración. Entonces se la estrujé y descendí para acogerla en mi boca.

El gemido de Manuel cuando mis labios lo envolvieron fue largo y me hizo sentir como una diosa. Le chupé despacio, tomándome mi tiempo, disfrutando del instante en que sus manos se aferraron al edredón, de la forma en que arqueaba y estiraba el cuerpo cuando le intensifiqué el placer.
Hacía tiempo que no tenía la oportunidad de hacer algo así, y aunque no pretendía prolongar su sufrimiento más de lo debido, tampoco era mi intención acabar demasiado pronto.

Fui a mi ritmo y al final, cuando se corrió acariciándome el pelo y susurrando mi nombre, experimenté una extraña sensación de triunfo. No me malinterpretes, no es algo para poner en mi currículo, pero fue delicioso y me dormí con una sonrisa en los labios.

miércoles, 23 de septiembre de 2015

Las Posibilidades de unos Azotes

Mi primera experiencia morbosa, supongo que como en el caso de mucha gente, fue unos buenos azotes en el culo.

Creo que la clave está en el sonido. Cuando alguien te da un azote tan fuerte en el culo que retumba en la habitación, duele y no puedes reprimir el impulso de frotarte el trasero.

Sintiendo que me hallaba ante algo increíble que llevaba años esperando experimentar, me armé de valor y sonreí, otorgándole de ese modo el permiso que estaba solicitando.
Un culo contundente como el tuyo necesita unos azotes contundentes, y así serán los míos. mío. Cuando Raúl me bajó las bragas, me tumbó sobre su regazo y empezó a azotarme, el sonido retumbó en la habitación, haciendo que me inquietara lo que pudieran pensar si alguien pudiera escucharlo, al menos durante los primeros segundos, después de los cuales dejó de importarme lo más mínimo. Me había preguntado a menudo cómo sería recibir unos fuertes azotes en el culo, pero ni en un millón de años habría esperado sentir aquello.

Dolía, desde luego. Mucho más de lo que había imaginado, lo que indica que pertenezco a la generación que no recibía castigos corporales en el colegio. Al principio el aire salía violentamente de mis pulmones con cada arremetida y solo podía pensar en lo mucho que me dolía. Desde luego, no tenía nada que ver con las eróticas palmadas de mis fantasías secretas. Estaba intentado decidir, en un aterrorizado monólogo interior, si poner fin a los azotes o intentar aguantarlos hasta que Raúl pasara a otra cosa cuando la sensación cambió de repente. Todavía me dolía, pero el escozor del culo se transformaba en un dolor placentero durante los segundos posteriores al impacto, y cuando la adrenalina empezó a fluir por mis venas, hasta el dolor de los golpes iniciales se diluyó súbitamente con el calor del placer que estaba obteniendo.

Raúl había comenzado por mi nalga izquierda, pegándome a un ritmo regular, y el corazón me latía ahora prácticamente al compás de los azotes, mi cuerpo respondía al ritmo de los golpes. Raúl iba cambiando el lugar donde plantaba la mano, hasta que toda mi nalga fue puro fuego y me retorcía en su regazo como un fardo incoherente de terminaciones nerviosas. En ese momento mi mundo éramos él y yo, la quemazón de mi nalga, la humedad entre mis piernas y el roce de su polla dura en mi muslo cada vez que me contorsionaba contra ella. Si Raúl me hubiera preguntado qué quería que me hiciera, si yo hubiera sido capaz de articular palabra, le habría suplicado que parara porque el dolor estaba a punto de resultar excesivo. Al mismo tiempo sabía a ciencia cierta, por el calor entre mis muslos, que si se hubiera detenido a los pocos segundos le habría suplicado que continuara. En realidad no podía elegir, lo cual tampoco importaba porque a esas alturas me habría sido del todo imposible hablar.


Cambió de nalga y empezó de nuevo. Pero mientras intentaba atenuar mi reacción al dolor noté que un dedo resbalaba por mi entrepierna y me penetraba con total facilidad, con tanta facilidad que agradecí estar boca abajo para que Raúl no pudiera ver mi repentino rubor.

Para entonces estaba prácticamente sacudiéndome sobre sus piernas, resoplando, llorando bajo los párpados cerrados. Raúl seguía azotándome implacable, y cuando me volví para mirarle vi sus mejillas encendidas por el esfuerzo y la excitación y una expresión que me hizo gemir. Estaba muy sexy. La mirada, la pose de la cabeza, no pertenecían al Raúl que yo conocía. No podía apartar los ojos de él. Era todo poder. Todo control. Me hacía sentir caliente y fría y excitada y nerviosa, como si el planeta entero estuviera volviéndose del revés y no me quedara otra que soportar el viaje y confiar en que él me guiara.

Cuando nuestras miradas se cruzaron fue como si un hechizo se rompiera. Los dos estábamos más que listos para follar, y aunque Raúl no iba a dejar el trabajo a medias, los tres últimos golpes fueron por lo menos rápidos, aunque también lo bastante fuertes para hacerme ahogar un grito. Estaba mareada, pues no tenía tiempo de aspirar suficiente aire entre azote y azote. Aguanté las oleadas de dolor lo mejor que pude, y aún jadeaba cuando Raúl me puso de cuatro patas para —«por favor, por favor, por favor»—follarme.

Me llenó y gemí de puro alivio. Pero del alivio pasé al desconcierto cuando advertí que no era su polla lo que tenía dentro.
Cuando me volví, parpadeando y tratando de enfocar la vista, vi que estaba sonriéndome una vez más y sosteniendo un calabacín para mostrarme mi flujo fulgurando en el vegetal.

—Lo siento, no pude resistirlo.

Carraspeé y abrí la boca para intentar articular una respuesta, pero me interrumpí cuando me penetró hasta el fondo. Mientras follábamos, yo empujando con la misma vehemencia con que él se sumergía en mis jugos, el dolor de los moretones que ya empezaban a asomar en mi trasero, el ardor punzante, era un duro recordatorio de mi castigo.

Raúl se inclinó para frotarme el clítoris al tiempo que nuestras embestidas se volvían más frenéticas y desesperadas, los dos a punto de corrernos. Justo cuando pensaba que no podría soportar más estímulos deslizó las uñas por la superficie abrasada de mi culo. Fue como si me arañara la carne con agujas.

Incapaz de contenerme, grité. De haber podido, le habría suplicado que parara, pues la sensación era tan intensa que creí que iba a hacerme añicos. Pero con la misma rapidez con que mi cerebro me decía que no podía soportarlo más, que aquello era excesivo, me llegó el orgasmo y con él ese torrente de calor que me hace desear descansar diez minutos antes de hacerlo todo de nuevo porque es alucinante.

Nos quedamos tendidos en la cama, enredados entre las sábanas, recuperando el aliento mientras el sudor de nuestros esfuerzos se secaba. Y cuando le miré, los ojos cerrados y las largas pestañas le conferían un aire tan angelical que casi era imposible relacionarlo con el mismo hombre que acababa de asegurarse de que en los próximos días me acordara de esa noche cada vez que tomara asiento. No podía creer que nunca hubiera pensado lo que iba a representar una sesión de azotes. Basta con decir que desde entonces no he vuelto a pasar por alto sus posibilidades.

miércoles, 16 de septiembre de 2015

Humillada y Sometida en Publico

Me ruborizo. Tengo lágrimas en los ojos pero no se puede distinguir si son de miedo o de rabia.
Mi voz suena más clara esta vez, incluso fuerte en el aire quedo de la noche. Aunque el tono es desafiante, el rubor que desciende desde mis mejillas habla de una vergüenza que no puedo ocultar.

—Soy una guarra. Llevo toda la noche mojada, imaginando que me follas, y lo único que deseo ahora es que nos vayamos a casa y lo hagamos. Por favor.

Mi tono desafiante flaquea en las dos últimas palabras, las cuales emergen como un ruego débil.
Desliza un dedo ocioso por el filo de mi blusa, un tanto escotada, y cuando habla, el tono de su voz hace que reprima el impulso de temblar.

—Ha sonado casi como una súplica. ¿Estás suplicando, guarra?

Empiezo a asentir con la cabeza, pero la mano que me tiene sujeta del pelo me detiene en seco. Trago saliva, cierro los ojos un segundo y contesto.

—Sí. —Una pausa que se extiende hasta convertirse en un vasto silencio. Una exhalación que casi podría interpretarse como un suspiro quedo—. Señor.

Su dedo sigue recorriendo la curva de mis pechos mientras me habla.

—Tengo la impresión de que ahora mismo harías cualquier cosa por correrte. Cualquier cosa. ¿Me equivoco?

No contesto. Mi expresión es de recelo, lo cual te sorprende teniendo en cuenta el tono desesperado de mi voz. Te preguntas qué ha significado ese «cualquier cosa» en el pasado, qué significará ahora.

—¿Te arrodillarías y me chuparías la polla aquí mismo?

Se hace un largo silencio. Aparta la mano del pelo, da un paso atrás y aguarda. Cuando oigo a lo lejos la puerta de un coche me encojo y vuelvo nerviosa la cara para escudriñar la calle. Veo un hombre. Nuestras miradas se cruzan un segundo, la sorpresa y la vergüenza hacen que abra mucho los ojos antes de girarme de nuevo hacia él.
Está inmóvil como una estatua. Sonriendo.
De mi garganta emerge un sonido, mitad sollozo, mitad ruego.
Tragando saliva, señalo vagamente la calle.

—¿Ahora? ¿No preferirías…?

Aprieta sus dedos contra mis labios todavía abiertos. Está sonriendo casi con indulgencia, pero su voz suena firme. Imperiosa incluso.

—Ahora.

Lanzo una mirada fugaz en la dirección del hombre que nos observa. Él no lo sabe, pero por dentro estoy jugando a una versión adulta de un juego infantil: si no le miro directamente significa que no está ahí presenciando mi humillación, que no puede verla porque yo no puedo verle a él.
Le señalo nerviosamente con la cabeza.

—Aún es temprano, hay gente caminando…

—Ahora.

El hombre está paralizado, observando el espectro de emociones que cruza por mi rostro. Vergüenza. Desesperación. Ira. Resignación. Abro la boca varias veces para hablar, me lo pienso mejor y callo. Él se limita a observarme atentamente.
Al final, roja de vergüenza, doblo las rodillas y desciendo hasta la humedad de los adoquines. Mantengo la cabeza gacha. El pelo me cae sobre la cara, y durante unos segundos permanezco así, arrodillada, sin hacer nada. Luego respiro hondo. Enderezo los hombros, elevo la mirada hacia él y acerco una mano a su pantalón, pero cuando mis dedos temblorosos alcanzan el cinturón los detiene y me da unas palmaditas en la cabeza, como haría con un perro fiel.

—Buena perra. Sé lo difícil que ha sido. Ahora levántate. Nos iremos a casa y terminaremos allí. Esta noche hace un poco de frío para jugar en la calle.

Con mano solícita, me ayuda a ponerme de pie. Pasamos del brazo, al lado del hombre que nos observaba. Él sonríe y le saluda con la cabeza. El hombre comienza a devolverle el saludo. Yo mantengo la mirada gacha, la cabeza inclinada.


Se me puede ver que estoy temblando, pero lo que no se me puede ver es lo mucho que esta experiencia me ha excitado. Lo duros que tengo los pezones bajo el confinamiento del sujetador. Que mi temblor se debe al subidón de adrenalina provocado por lo que acaba de acontecer ante los ojos de un desconocido tanto como al frío y la humillación. Lo mucho que me estimula. Que me llena de una manera que no sé explicar. Que lo odio pero al mismo tiempo me encanta. Lo anhelo. Lo ansío.

sábado, 7 de marzo de 2015

Doble Penetracion

Como ya he compartido en otras ocasiones, ser usada y penetrada por dos hombres a la vez, con una polla en mi culo y otra en mi vagina, es uno de los placeres a los que no puedo resistirme y si son potentes y vigorosos los dos machos puedo ser muy perra y dejarme hacer de todo por ellos.

sábado, 7 de febrero de 2015

Entregada a 2 Negros

ser usada y a merced de un macho dominante solo lo supera el estar con dos a la vez, me excita... me corro toda de gusto... es mi mayor placer y cuantos más hombres juntos dándome placer y abusando de mi para su placer son mis más grandes satisfacciones.

jueves, 5 de febrero de 2015

Mamada con Final Feliz

Chupar una buena polla (verga) hasta conseguir sacar toda su leche es uno de mis placeres favoritos, lo disfruto al máximo.

miércoles, 28 de enero de 2015

con 2 mini Pollas

como sumisa y buena perra, hay veces que tengo que satisfacer a hombres que van un poco "escasos", aunque no de ganas precisamente. Pero yo no puedo decir nada y solo puedo someterme a lo que quieran hacer conmigo y darles el placer máximo.


sábado, 17 de enero de 2015

Entrenamiento

Hay que practicar un poco antes de estar en una situación similar pero con hombres de verdad